martes, 16 de junio de 2015

Gravidez Bestiario de Carmillla -la Urpillo-


Descripción: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEicLSiHLcbDc6_FTOKVXSJkhTsDL5ejYfCaqK8JRhmIgNnmO1YWjfKQFq4jnV9248qShIlrUurJQMOgVy0ZuD3WQqAcCYZzMv9MimfMYzX-EYFG6pa_JQ0WiUCsIu_6Q0Ndh_5v9ioCA4Y/s320/Oni3.jpg


Antes de  desterrarse a esas tierras lejanas, Juno y yo solíamos bromear con el Oni verde, haciéndonos  guiños con sus  cien ojos, desde dentro del espejo, cuando descubríamos que alguno de nuestros amigos nos mentía. Eso fue antes de que Juno conociera al enigmático Ludwick Makarovitch de quien se sintió embelesada a primera vista. Y no la culpo, no. Esos ojos verdes magnéticos enmarcados por unas negras y tupidas cejas, esa boca carnosamente roja, esos dientes perfectos que diluían la impresión de su sonrisa siniestra... No sabe sonreír, me reconvino Juno cuando se lo hice notar, pero si algo le agrada o le emociona, el reflejo dorado de sus ojos lo dice todo.
No hubo poder materno que la hiciera desistir de irse con él, aunque doña Remedios logró que se casara por lo civil antes de partir. De un matrimonio religioso, ni hablar, respondió Juno, Ludwick no profesa nuestra fe, así que no cometerá la hipocresía de casarse por la iglesia.
Al principio, las cartas que recibía de Juno, eran las de una mujer enamorada, más adelante develaban, entre líneas,  una inquietud que  fue haciéndose patente cada vez más y después de once meses únicamente hablaban de pesadillas en las que ratas gigantescas se le iban subiendo por el cuerpo. Ante la imposibilidad de moverse, pues decía estar en estado catatónico, las más hambrientas se deslizaban por entre sus piernas para roerla por dentro, mientras que las del exterior le metían  sus colas por ano, boca, oídos, nariz, asfixiándola.
Hacia el final de ese esperanzador verano, esperanzador para mí, recibí una carta en la que únicamente decía: Estoy por dar a luz, ven, te lo suplico. No lo comentes, no me respondas. Estaré en la estación a tu llegada.
En el interior del sobre encontré un boleto de avión y otro de tren.
Tuve que intrigar  varias estrategias para posponer mi compromiso, y soportar reclamaciones y enojos por parte de los afectados por mi próxima ausencia, pero ni el menos 30 grados centígrados que me esperaba en ese lejano lugar me hizo desistir, pues sabía que era una llamada urgente de auxilio, la de Juno.
Fue un 13 de mayo cuando me aventuré a ese larguísimo viaje de veinticuatro horas en avión, más quince en tren.  Al llegar, ahí estaba Juno en la estación, ahora era una mujer extremadamente delgada semejante a una exhalación, y como si la sangre hubiera huido de su cuerpo y su alma estuviera a punto de seguirla, asustaba de tan pálida. En contraste y como adherido sin consideración, un vientre abultadísimo que a primera vista parecía ajeno al suyo. Cuando vi su rubor ante mi insistente mirada fija en esa monstruosidad, logré sonreír y preguntarle si esperaba quintillizos. Su respuesta fue un gemido ahogado en llanto del que se repuso pasados unos instantes y sin más preámbulos me incitó a caminar con presteza.
Juno no dejó de mirar por el rabillo del ojo temiendo, creo yo, alguna amenaza.

Para llegar a "su hogar" como ella le llamaba, una casa muy antigua, casi castillo, dimos muchos rodeos y no pocas veces tuvimos que detenernos pues sus vómitos eran constantes. Juno tenía un auto último modelo, según me dijo, pero no había creído pertinente llevarlo, por lo que viajamos en una carcacha, orgullo del hermano de  Myrna, una de sus sirvientas, quien nos acompañó todo el camino. Unos kilómetros antes de llegar, le pidió a Joseph, el dueño del carro y conductor del mismo que me guiara a pie, con la advertencia de no entrar, hasta pasada la media noche,  y no olvidar hacerlo por la puerta de atrás, por lo que Joseph decidió que esperáramos en su casa a que avanzara la noche.
Juno no había soltado prenda, y yo no quise insistir, pues el mordisqueo de sus labios, el temblor de sus manos y un continuo parpadeo, sin contar las arcadas y vómitos hablaban de su estado. Únicamente hubo un momento en que me clavó la mirada y esto fue al decirme: Gracias Hanna querida por haber venido, lo pensé mucho antes de llamarte porque a lo mejor es sólo mi estado el que me tiene así, eso opina Ludwick… te pido un poco de paciencia, mañana iré a buscarte a tu recámara y te contaré esta desazón que no me deja en paz ni por un segundo.
Cuando le pregunté por qué tenía que esperar hasta después de la media noche para entrar y por la puerta de atrás, desvió sus ojos hacia el vacío y dijo: Ludwick no está de acuerdo en que me visite nadie. Y luego lo disculpó: Es que está preocupadísimo por mi estado de salud nerviosamente descontrolado. Y a mi pregunta de si había visto un médico, su respuesta fue: ¡Para qué! Ludwick, es un magnífico psiquiatría, él me está atendiendo. ¿Y del embarazo?, pregunté. Ya ves que los psiquiatras estudian primero medicina, así que con él me basta. Y sin más, continúo disculpándolo: Me ama con locura, y me cuida todo el tiempo... hasta…. hasta… me siento sofocada, sin salida, sin respiro...  pero seguramente soy yo… soy yo la que estoy mal.
Al día siguiente me tuvo esperándola hasta las cinco de la tarde, Myrna me llevó de comer a las dos, le pregunté por Juno, pero entonces me di cuenta que era muda, por lo que por señas me indicó que no tardaría, su hermano también era mudo, quizás algún problema de familia, pensé en ese momento, aunque luego supe la terrible verdad.

Al verla llegar no pude más que abrazarla, era una temblorina toda ella, las ojeras que circundaban sus ojos eran pozos ennegrecidos. Al verme se abrazó a mí balbuceando mi nombre y por fin reventó en sollozos. Cuando pudo hablar había pasado cerca de una hora. Al darse cuenta de ello, únicamente dijo, me tengo que ir, te veo mañana. Por favor no salgas de aquí. Te suplico que me tengas paciencia. Al día siguiente lo mismo, por lo que me preparé para recibirla en la próxima visita con un: perdóname Juno, no puedo esperar más, si no me cuentas que te sucede no te puedo ayudar, así que es mejor que me vaya.
Se aferró a mí con desesperación e hizo esfuerzos por calmar su llanto. Yo me mantuve firme.
Entonces habló como raudal, tanto quería expresar que se le amotinaban las palabras. Lo que pude esclarecer fue lo siguiente:
Cada vez, él le daba más miedo y últimamente la aterrorizaba. Desde su llegada y dado que no podía conciliar el sueño, ya que por las noches escuchaba ruidos inexplicables, rasguños, deslizamientos por paredes y piso, él le recetó somníferos que en lugar de tranquilizarla la crispaban de pesadillas. Juraba que a veces algo húmedo, asqueroso, con olor a hierbas podridas se le metía por los poros y la ceñía dolorosamente al enredarse en su cuerpo, tanto que temía morir de ahogo. Otras noches eran las ratas royéndola. Pero lo que más la paralizaba era despertarse y verlo a él a unos milímetros de ella mirándola sin parpadear. Es una mirada amorosame… maligna, soltó como no queriendo. Además, la noche de mi llegada le había dicho en la cena, que la veía tan mal que creía, no sería conveniente dejarle al bebé, pues en ese estado no podría responsabilizarse por la seguridad de su hijo. En ese momento sí me le enfrenté, me comentó con rabia, entonces Ludwick distrajo su mirada y con palabras llenas de amor trató de tranquilizarme. Pero no, ya no confío. El Oni del espejo no deja de guiñarme los ojos y ya ves que nunca se ha equivocado con nosotras. Pero además, me confesó, y esto le costó más trabajo decírmelo: El bebé me da miedo… , de inmediato se contradijo: no, no, no, no es cierto, creo que lo que me da miedo es que no me haya alimentado como para tener un niño sano, quizás es por eso que no deja de protestar, de revolverse ni un instante, furioso, como si estuviera a disgusto, como si no cupiera. Y mirando para todos lados, susurró: Es que las mezclas asquerosas que Ludwick me prepara huelen a raíces muy fuertes y saben peor de lo que te imaginas. Son vomitivas, pero él siempre está presente para comprobar que me tomo hasta el último sorbo.
¿Para qué me llamaste Juno? ¿Qué quieres de mí?
No estoy segura, respondió, pero creo que quiero que te lleves a mi hijo a la hacienda de tu abuelo tan luego nazca . Tengo ya tu boleto de regreso y he preparado una maleta especial para que cargues con el bebé. En la capital, en el aeropuerto, te verá una persona que te entregará el pasaporte de Rinaldi, que es así como lo he llamado en secreto. Si puedo escaparme de la ira de Ludwick iré a encontrarte, si no, te pido que te hagas cargo del niño y nunca, nunca, nunca, haga lo que haga Ludwick o sus criados, se lo entregues. Si tienes que registrarlo como hijo tuyo hazlo, pero nunca se lo vayas a dar. Abrí una cuenta a tu nombre, aquí están los papeles.
Vámonos antes de que nazca, propuse, por qué esperar más.
No puedo salir de aquí. Si antes me vigilaban, ahora ha mandado cerrar las puertas. Además en mi estado y mis vómitos de 24 horas no puedo pasar desapercibida.

¿Y cómo saldré de aquí?
Joseph sabe como. Él irá contigo hasta la hacienda.
¿Y confías en él?, pregunté tontamente, pues su miedo era contagioso.
No me queda de otra.
¿Y cómo, según tú, voy a poder robar al niño?
Mandaré por ti cuando vaya a nacer y te esconderé en un lugar que ya tengo destinado para eso, él tendrá que dejarme en algún momento, entonces te lo daré, Joseph te guiará.
Cuando se fue, me quedé pensando en la desequilibrio de Juno, en el ambiente opresivo que anidaba en ese espacio, en el miedo que no dejaba de trepar por las palabras, por  los rincones, por el techo, contaminándolo todo. Si eran alucinaciones las de Juno, tal vez se debieran a las pastillas que le recetaba o por la presencia siniestra de ese ser que llamaba su amor o por el encierro forzoso o quizás por los menjurjes que se tomaba o tal vez su percepción se debiera a algún químico que le faltaba o alguna descarga eléctrica equivocada en su cerebro que como peste negra me estaba invadiendo.
Esa noche Myrna me llevó al escondite, ya llevaba varias horas con trabajo de parto.
¡Qué les puedo decir! ¡Cómo puedo abordar esa noche de tinieblas, de revelaciones insoportables, de verdades terroríficas acompañadas por una tormenta eléctrica cuyos rayos deformaban espasmódicamente la escena pánica.

Desde un pequeño agujero, detrás de una pared de madera yo escudriñaba. Juno Estaba atada de manos y pies en un elegante camastro con sábanas de seda preciosamente bordadas. Sus gritos de dolor eran estremecedores y él, él ahí presente, inclinado a unos milímetros de sus ojos, a un instante de su boca, como succionando su vientre, sorbiendo por entre sus piernas. En un principio murmuraba con dulzura: puja Juno, puja más querida, mucho más amada mía. Después, en tono más fuerte: tú puedes amor, es nuestro hijo, nuestro amor. Al cabo de un tiempo aulló: Te ordeno que pujes más, estúpida. Y unos minutos después: ¡Cuidado y le hagas daño! ¡Inútil!, puja más, y más y más, sanguijuela! Hasta que en un alarido de triunfo: ¡Ya viene, ya viene él, el amado, el escogido! Y con un silbido estremecedor: ¡Ven querido hijo! Y lo que vi, sí, lo que vi fue como se deslizaba por entre las piernas de Juno un enorme gusano anillado que chillaba agudamente con un sonido que reventaba los tímpanos, su cara de niño gesticulaba y sus brazos no eran brazos sino dos segmentos pequeños terminados en garras y en su costado dos aletas membranosas agitándose. Su boca hambrienta se abalanzó prendiéndose violentamente de las mamas de Juno. Ella, al verlo, abrió la boca en un prolongado grito mudo. Al volver  de su desmayo y  ver lo que había dado a luz, volvió a perder el conocimiento. Ludwick enfureció: ¡Acéptalo!, ¡Ámalo, infeliz!, es nuestro bebé; tu hijo. El ruido que hacía el bebé al succionar una mama y otra, era aterrador. En ese momento llegaron por ventanas y puertas varios Basiliscos alados cuyos silbidos hicieron estallar los vidrios. Ludwick, con una carcajada de felicidad se mudó en Basilisco, se enredó al bebé que gritaba: mamá, mamá, y gimoteando prendía sus garras en las mamas como si le fuera insoportable desprenderse de Juno. Ludwick se detuvo un instante, la miró con las mamas sangrando, a punto de desprenderse, y con un ¡Bah, no vale la pena, hijo! desapareció aleteando por los cielos enfurecidos de centellas.

                                                                        Bea Cármina ©