lunes, 22 de diciembre de 2014

APUNTE PARA UNA INTERPRETACIÓN METAFÓRICO-FILOSÓFICA- Juan Manuel López Martínez.


El poder inmanente que se enfrenta a la realidad misma es la situación originaria, sin escrúpulos, o bien, esta situación es ella misma frente a sí, porque la dualidad, al contrario de lo Uno se desprende de sí como el puñado de tierra que a todos nos ha heredado Sísifo, se desentierra, como las cuentas sin comienzo del rosario de Magdalena: de dos en dos, las de ella y las de María.
Habiendo ya resquebrajado al Uno, impera el dos. La igualdad es diferente de la diferencia, pero idéntica a sí misma: “María es vestal y sacerdotisa, Magdalena es juzgada y juzga”, reza la sinopsis de la carpeta con la que se presenta la obra. El hecho teatral, por sí mismo es un oscilar entre la apariencia y la realidad, es uno para, dos si surge en el espectador, uno y dos para del dramaturgo. Es siempre agonal, binario. Porque aquí la realidad se enmascara con la realidad, como certeramente afirma Vattimo, en el caso de la tragedia: “El discurso sobre la génesis y el significado de la tragedia nos muestra que, de hecho, la liberación realizada por el arte no es tanto un liberarse de lo dionisíaco como liberar lo dionisíaco. En la tragedia es justamente el mundo de las apariencias definidas lo que es trastornado y puesto en crisis a todos los niveles, y sólo el hombre devenido Sátiro, conquista la posibilidad de producir libremente apariencias no condicionadas por el temor ni encaminadas a la conquista de la seguridad”.1 En el mismo tono en el que afinara Nietzsche, Vattimo continúa diciendo: “El arte y la religión, no son del todo medios de desenmascaramiento de la realidad verdadera, sino “máscaras”, ilusiones y ficciones también ellas”.2 Y es justamente el auténtico carácter dúplice de Dioniso, el dios del teatro, su renacer uno, doble y múltiple que lo afirma en sí mismo, su locura divina, su embriaguez alcohólica, su don de mando, absoluto para las mujeres, que obliga a integrar la realidad y la ficción en un solo nivel y lo hace naturalmente, como si sus dominios brotaran de una realidad más real, en sus fiestas rituales, en las que se le adoraba en la obtención del estado catártico, en el teatro, el epopto en Eleusis y el vino.
1 Gianni Vattimo, El sujeto y la máscara. Nietzsche y el problema de la liberación. Península, Barcelona, 2003, p. 65-66.
2 Ibidem.
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Sobre las dualidades dionisíacas, dice Otto: “El rostro con los ojos que observan ha sido percibido desde siempre como la apariencia propia de los seres con forma humana y animal. Esta aparición se conserva en la máscara con tanta más eficacia por cuanto no deja de ser mera superficialidad. Por ello constituye el símbolo más poderoso de la presencia”.3
María y Magdalena, cual dos bacantes furibundas, caen en el hondo abismo divino de sus alucinaciones verdaderas y destrozan al impío Jefté con una fuerza y una ceguera sobrehumanas. Canta Eurípides: “Entonces, desde lo profundo del cielo una voz – al parecer de Dioniso – dio un grito: ‘¡Ah, jóvenes mujeres, os traigo al que intenta burlarse de vosotras y de mis ritos! ¡Castigadle ahora en venganza!’ y al tener la madre al hijo frente a frente, suplicante: “¡Soy yo madre mía, yo, tu hijo Penteo, al que diste a luz en la morada de Equión! ¡Ten piedad de mí, y no vayas a matar, por culpa de mis errores, a tu propio hijo!”, “Pero ella echaba espuma de la boca y revolvía sus pupilas en pleno desvarío, sin pensar lo que hay que pensar. Estaba poseída por Baco, y no atendía a Penteo. Cogiendo con dos manos el brazo izquierdo, y apoyando el pie en los costados del desgraciado, le desgarró y arrancó el hombro, no con su fuerza propia, sino porque el dios le había dado destreza en sus manos”.4 Las demás bacantes llevan a cabo el sparagmós o descuartizamiento ritual, al que le seguía el banquete u omophagía en el que se devoraba cruda la carne de las víctimas, que posiblemente, en tiempos remotos fueran niños, pero que para Eurípides ya la tradición habla del ritual incluyendo cachorros de león, cervatillos o liebres.
Las dos carátulas teatrales escinden al espectador en la catarsis y lo unifican en la escena, donde dúplice y pluralizado se encontrará finalmente Uno en su extravío, pues se intensifica la ilusión del “yo fenomenal”, que Kant describe así: “La identidad de la consciencia de mí mismo en diferentes tiempos no es más que una condición formal de mis pensamientos y de su encadenamiento y no prueba del todo la identidad numérica de mi sujeto, el cual, a pesar de la identidad lógica del yo, puede muy bien producirse un cambio tal que no permite conservar la identidad, aunque permita continuar darle siempre el título homónimo de yo”.5
La pócima teatral puede tener la virtud, de que, en aras de la autodesidentificación del público – y en verdad no es otro el intercambio de papeles
3 Walter F. Otto, Dioniso. Mito y culto, Siruela, Madrid, 1997, p. 70. 4 Eurípides, Bacantes, 1080.
5 Kant, Critica de la razón pura, A 363.
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logrado en el clímax de la obra -, sea necesario fundir a María y a Magdalena, para confundirlas. El sacrificio que se lleva a cabo, en efecto, es un acto ritual más, para disminuir el despojamiento de la contención y del autosometimiento. El hecho de que sólo una de ellas lo realice, presupone la omnipresencia de la pluma que lo concibió, en tanto la otra lo planea y atesora. 

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