La imagen del hombre es una pura
reafirmación frustrada del propio ego,
pero éste último es el de ellas. Él, frente a cada una, se tornará en esa
fuerza dramática cohesionada, torrencial e indivisible, la sola necesidad de
articulación yoica que, a mayor intensidad, mayor frustración. La sustancia
divina nos arrebata ese ego, para más ser nosotros. Canta Novalis:
Apuran
presurosas las líquidas ondas
Se
oye el fragor del tirso encendido
De
pronto arde sangre en sus labios
y
una cruz en sus manos.
La llaga donde se solaza el dedo,
finalmente, no es sino el hecho religioso. Hay que comprender la necesidad de
sangre para alcanzar la instauración de uno mismo, eliminando al dos, al todo
si fuere necesario. Una y otra vez, cada domingo o anualmente. Sí matar a Dios
es nuestra salvación, es porque creemos que sólo así aparece nuestro verdadero
yo. Y Dios nace y renace para ser sacrificado nuevamente, desmembrado o
crucificado. Más, así mismo, para efectuar el milagro de la transparencia del
ego, en el que el éxtasis, catártico o epóptico en Eleusis, nos permite ver
nuestra propia humanidad, nuestra muerte y, con ellas, la unificación del todo,
Uno.
Otto nos habla de un hecho sorprendente:
“Por muy extraño que parezca, las máscaras de Dioniso constituían verdaderas
imágenes del dios”.[1]
Es decir que, si bien duplicado en sus renacimientos, también ha sido el dios
unificado en su propia y ceñida presencia, más que en sus representaciones. La
significación de este acto en su “avasalladora inmediatez”, “el milagro de
presencia vertiginosa e inevitable es la que debía dar sentido a la máscara”,
“la máscara que es en sí encuentro, nada más que frente, no tiene envés”.
Afirma Otto: “La aparición de Dioniso está ligada al enigma insondable de la
duplicidad y la contradicción. Le hace interrumpir violentamente,
inevitablemente, en el presente, al tiempo que lo desplaza hacia una infinita lejanía. Aterra por su
proximidad que sin embargo es distancia. Los misterios últimos del ser y el no
ser observan al hombre con ojos monstruosos.” La naturaleza pide morir y que
muramos, somos víctimas y sacrificadores, si pertenecemos al mundo mortal, sacrificar
a Dios es otorgar la vida nuevamente.
El acto sacrificial es,
para ambas, para María y para Magdalena, la recuperación de su más originaria y
profunda identidad.
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